30.7.13

El orden del tren

El dolor por las víctimas, el alivio tenso por los que se han salvado (un alivio que puede ser eufórico, pero no feliz), se han mantenido estos días de fondo, como cargas de las horas. Aunque la imagen que a mí me vuelve, como un azote, es la del descarrilamiento del tren. Yo no quería verla. Lo primero que supe, cuando llegué a casa y entré en Twitter antes de mirar las noticias, fue que algunos rogaban que no les enlazaran más fotos. Eso me retrajo. Busqué la información en seguida, pero con cuidado de no tropezar con detalles escabrosos. No necesito, a estas alturas, detalles escabrosos para hacerme cargo de las desgracias. Y para sufrirlas como si los supiera.

Pero el descarrilamiento apareció luego en el Telediario, inevitablemente. Me conmocionó la violencia de lo que se veía. Pero más aún –y no ha dejado de conmocionarme desde entonces– su contraste con el orden que suele haber dentro de los trenes. Un orden, por cierto, que echo de menos: como he contado más de una vez, desde que inauguraron el AVE Málaga-Madrid, he tenido que volver a hacer mis viajes en autobús, por sus precios prohibitivos. Pero conservo una grata memoria de ese orden: el orden del tren, con su comodidad de sala de espera mientras los kilómetros pasan, y con esa suavización de la conducta que impregna a todos los viajeros (menos a los negociantes del teléfono móvil: estos como para recordarnos que incluso en los buenos sitios se podría estar mejor).

Esa sensación de estar en un paréntesis que se mueve, como ocurre cuando se viaja, pero que en el tren no es crispado sino tranquilo; y es un paréntesis en el que se sigue haciendo vida, y en el que hay más posibilidades de pensar, y de fantasear. Siempre hay, además, como un desperezarse previo cuando se aproxima la parada. Algunos empiezan a coger sus maletas. Y nuestro pensamiento se coloca ya en el destino, en el lugar que vamos a ver, en las personas que vamos a conocer o con las que nos vamos a reencontrar... Me imagino (porque lo recuerdo) todo esto que hay dentro del tren, y ver el choque me resulta insoportable.

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23.7.13

Rajoy, uno de los nuestros

Cuánto nos identificamos con Rajoy los apasionados del ciclismo. Nosotros hubiéramos hecho igual: suspenderlo todo hasta después del Tour. Durante la Grande Boucle nos metemos en una burbuja hermética, en la que solo caben pedaladas, contrarrelojes, subidas, escapadas, abanicos, demarrajes, gregarios, montoneras, sprints y hasta pájaras. Si afuera todo se hunde nos da igual. Nos da incluso igual que nos estemos hundiendo nosotros mismos: en tanto podamos seguir conectados a la carrera. Todo lo que no es Tour molesta. Y molesta el doble si ese todo es malo. Aunque cuando estamos metidos en el Tour no sabemos si lo de afuera es bueno o malo, porque no hay afuera.

Los periódicos de todas formas sí los hemos mirado, camino de la información deportiva. Y qué familiar nos parecía Rajoy en su encapsulamiento: era como nosotros mismos. Si se repasan sus respuestas (o mejor: sus no respuestas) sobre el caso Bárcenas, o si se observa su resistencia a comparecer en el Congreso, reconoceremos a un correligionario, víctima de nuestra propia enajenación. Se le ha echado la culpa a Arriola (ese asesor cuya convivencia con la lenguaraz Villalobos ha destilado en él la fe de que lo mejor es callar), pero durante estas tres semanas no han hecho falta sus consejos: Rajoy no pensaba hablar ni loco. Solo de pensar que pudieran haberle puesto la sesión el día del Alpe d’Huez le entran sudores fríos.

Pero una vez terminado el Tour, ningún problema. Mejor dicho: todos los problemas. Al salir de la cápsula se ha dado cuenta de “la que está cayendo”, que es en verdad digno de la frase hecha, y se ha debido de acojonar (¡un saludo a mi colega Bustos!). Ha anunciado su comparecencia en el Congreso; y lo bonito, para los apasionados del ciclismo, es que lo haya hecho justo el día después, sin disimulo, para subrayar la relación. Al fin y al cabo somos los últimos cómplices que le quedan. Y sí, le entendemos perfectamente. Otra cosa es que no nos asuste que en Moncloa haya alguien capaz de aplazarlo todo, como nosotros, hasta París.

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18.7.13

El Ruedo Ibérico

Escribió Ortega y Gasset en cierta ocasión: “No sabemos lo que nos pasa y eso es lo que pasa”. Nosotros sí sabemos lo que nos pasa, que es de todo, pero lo que pasó ayer no fue eso, sino la portada de La Gaceta. Fue como desayunar un sapo (que me excuse Jaime Ostos, y que me excusen los huevos escalfados que nos sirvió), y lo que pasara el resto del día tenía que ser mejor comparativamente. Algo conforme a las normas optimistas del Gobierno. Si nos hubiésemos hundido por fin, no habríamos caído tan bajo.

No recuerdo un revuelo semejante desde que Lola Flores enseñó las tetas en el Interviú. Y algo del Interviú tuvo ayer La Gaceta, aunque con una foto no atractiva sino repelente. Una mezcla del Interviú y El Caso. Fue, a todas luces, un movimiento desesperado: no sabemos si para desviar la atención o para llamarla. El gran damnificado fue Marhuenda, que por primera vez en meses pasó sin pena ni gloria por las cuchufletas de Twitter. (No quiero ni imaginarme de lo que es capaz de hacer si decide contraatacar). Recuerdo, por cierto, que en sus primeros tiempos La Razón regalaba un cruasán con el periódico. Ayer La Gaceta perdió una oportunidad de oro al no regalar una porra (o quizá media).

Pero las genialidades las carga el diablo. Los artistas están acostumbrados a que les salga una cosa distinta de la que pretendían. Así, por ejemplo, al castrista Gabriel García Márquez le salió en El otoño del patriarca una de las más expresivas sátiras contra el castrismo. La portada de La Gaceta era indudablemente artística, por lo que corría ese riesgo. Por ello, una portada que en sí misma eludía nuestra actualidad (“¿Pero quién es Ostos?”, preguntaron los más jóvenes), la ha sintetizado como ninguna otra. Volvemos a vivir en El Ruedo Ibérico de Valle-Inclán, y La Gaceta ha dado en el clavo.

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16.7.13

La política es una manta larga

Mis conocimientos futbolísticos se reducen a una frase que cuando la digo en la barbería o en el ascensor hace mucho efecto: “El fútbol es una manta corta”. Se la escuché una vez a Valdano (aunque veo ahora que es del brasileño Tim), y aunque mi interlocutor la conozca, no por ello deja de celebrarla. Uno de los placeres de la charla futbolística estriba en la repetición. Un equipo, pues, no logra cubrir simultáneamente todo el campo, y si se lanza al ataque, descuida la defensa, y al revés. Hay que hacer juegos malabares con la manta para no pasar frío.

Con la política ocurre justo lo contrario: es una manta larga, que normalmente lo cubre todo. Su extensión es suficiente como para que debajo se pueda vivir muy calentito, sin que se resfríe ni un meñique. La vocación de la democracia es la transparencia, pero los juegos del poder suelen ser maniobras (más o menos orquestales) en la oscuridad. Los intentos de tirar de la manta desde fuera para ver lo que se cuece dentro suelen ser infructuosos, porque la manta es larga, como digo, y además suele tener buenos guardianes.

La única novedad sucede cuando se levanta desde dentro. Hay también un edredoning de la política que, a diferencia del de los concursantes de Gran Hermano, no es fruto del amor sino de la guerra. Percibimos agitaciones y turbulencias que son como un terremoto de navajas. Por lo general, las cosas se arreglan en el interior y la manta vuelve a calmarse. Pero en ocasiones alguien sale despechado y tira. Es lo que ha pasado con Bárcenas, que tras el edredoning, ha entrado en el confesionario y está cantando todo lo que no va a poder Plácido Domingo en el Teatro Real. Esta ópera, por cierto, tiene algo en común con la de Bárcenas: en Il postino [El cartero] también hay sobres.

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9.7.13

El otro Bárcenas

El otro Bárcenas era un bar, y para mí fue en realidad el primero. Desde que empezó a hablarse del de ahora, el Bárcenas de los sobres y las cuentas en Suiza, no he dejado de acordarme de aquel. Así las noticias tienen un eco oculto en cada cual, según sus vivencias particulares. Y el periodista que escribe “Bárcenas” no sabe que al lector va a llegarle también una evocación que él ignora. Es la sombra (no necesariamente oscura) de las palabras.

El Bárcenas extesorero del PP está en prisión, y Casa Bárcenas estaba en la malagueña plaza de Uncibay, que es mi nombre favorito de lugar urbano junto con la rua Visconde de Pirajá, de Río de Janeiro. Pensando en Bárcenas estos meses, con el bombardeo de Bárcenas, me he dado cuenta de que su historia contiene algunos elementos que podrían funcionar como parábolas. Los cuento aquí, aunque sin tener el mal gusto de cerrar los significados. Podrían referirse a Bárcenas, o no. En cualquier caso, se refieren a Bárcenas.

Fue el primer sitio del que me fui sin pagar: porque era fácil y porque daba una cierta euforia. La disposición del local casi invitaba a ello. Tenía una barra larga por el pasillo de la entrada, y había un salón hondo, con mesas, en que se perdía la vigilancia. Nos terminábamos la cerveza (eran los tiempos universitarios) y nos íbamos sin más. Nunca nadie nos dijo nada. Los camareros estaban siempre demasiado atareados, y la barra parecía una frontera sin aduaneros. Cuando regresábamos otro día, nos servían como si tal cosa.

Yo abandoné la ciudad un par de años, por los estudios, y cuando regresé el sitio se había degradado. Me contaba un amigo, el Macías, que había establecido allí su “oficina” una especie de mafiosete, el Ayuso o algo así (no recuerdo el nombre, pero le llamaré el Ayuso). Llegaba con su pequeña banda de marginales, pedían que sonaran Los Chichos o Los Chunguitos, se sentaban en la mesa del rincón y se ponían a jugar al parchís. El Ayuso ganaba siempre. Un día había sacado una navaja, y todos sabían que la llevaba en el bolsillo. Por eso, cuando le faltaba un cuatro para comer y le salía un dos, él decía, acariciándose el bolsillo: “¡Cuatro! Porque esto es un cuatro, ¿verdad? ¿O alguien piensa que no es un cuatro?”. Todos asentían. Él avanzaba cuatro casillas, comía y se contaba veinte.

Los dueños no sabían qué hacer, pero hicieron lo más brillante. Aprovecharon el día de cierre para cambiar el carácter del sitio. Lo que antes era una taberna más o menos popular, lo convirtieron en un bar pijo: paredes rosas, pósters cursis, macetitas y música de los 40 Principales. El Ayuso y los suyos no duraron ni un parchís más. Llegaron, vieron, se sintieron desubicados y se fueron. No recuerdo cuánto tiempo más duró Bárcenas, pero acabó cerrando. Luego el local estuvo vacío, creo que años, hasta que volvió a abrir reencarnado en sidrería, y con un nombre que seguía la misma secuencia que el extesorero del PP: La Reja.

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4.7.13

Final de carrera

Hablo con una amiga que estos días termina Derecho. El ambiente que describe de su clase de último año me impresiona. Entre sus compañeros hay varios que no tendrán problemas, porque recalarán en las empresas familiares, o sus familias podrán pagarles la continuación de los estudios. Dos o tres, los más destacados, tendrán la posibilidad de hacer prácticas dignas o de recibir alguna beca privada para un máster. Pero en la mayoría lo que impera es el desánimo: un espíritu de rendición y acabamiento.

Ante la falta de salida, se ha impuesto la tendencia a retirarse, a replegarse. Unos regresarán a sus pueblos; otros se quedarán en la casa familiar sin hacer nada, aspirando como mucho a tener un trabajo basura (por lo general, despachando comida basura). De los frentes crudos de la crisis –el de los desahuciados, el de los parados, el de los arruinados–, este es uno de los más dolorosos: el de quienes están acabando estos años sus carreras.

Acabar la carrera y caer en ningún sitio. Prepararse para la vida y encontrarse al final con que no hay vida. Los cursos, después de todo, han sido una protección. Aunque la crisis ya tenía muchas maneras de afectarles, estaban en algún sitio: ese en el que te meten a los pocos años y del que sales cuando terminas el bachillerato o la universidad. Ahora se termina el bachillerato y la universidad y se termina todo. El final de la carrera es el final de la protección. Lo que hay fuera es demasiado grande y demasiado hostil, y la reacción instintiva es el acojonamiento.

Lo que tocaba ahora era la experiencia, pero esta se encuentra estrangulada. Me cuenta mi amiga que se está imponiendo la costumbre (¡viciosa!) de contratar a recién licenciados sin sueldo: el único pago que reciben es que en su currículum podrán poner luego que tienen experiencia. Una manera infame de empezar. Aunque ciertamente se obtiene de ella la experiencia fundamental: la de que esto es una porquería.

Se trata del descabezamiento de una generación, cuya sombra irá avanzando con las edades. Como sucede en las guerras. Una franja que irá atravesando las décadas que vienen, y un día habrá octogenarios que se acuerden de este mes de julio en que fueron escupidos.

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2.7.13

Cataluña cañí

Quienes vivimos a disgusto el tostonazo de ser español hemos agradecido siempre alternativas peninsulares más dignas, como la que encarna Portugal. Uno cruza la frontera y encuentra otro tono: mayor educación y cuidado, una suavidad que viene de la más civilizada de las conciencias, que es la conciencia del fracaso, y un apagamiento que fomenta la profundización interior. Al escribir esto me viene, como una bofetada, la refutación de Mourinho: pero Mourinho era una excepción también en esto. (Algo que contentará a los mourinhistas y que a mí me permitirá proseguir con el artículo).

Cataluña también se postulaba antes como una posible salida. Los que no somos de allí la percibíamos como un trozo de España escapándose ya hacia Francia e Italia. Como en un fundido de transición, casi podía verse lo español mutándose en francés e italiano. Iba como apuntándose otra posibilidad prometedora de ser mejor en la Península. Para esto, naturalmente, no había que hacer mucho énfasis: solo dejarse llevar por la vida y por el cosmopolitismo (con la ayuda indudable de la prosperidad); ventilarse un poco. Pero –parafraseando a uno de los catalanes ventilados, Jaime Gil de Biedma– ha pasado el tiempo y la verdad desagradable asoma: el nacionalismo llegó a convertirse en el único argumento de la obra.

Y aquí en la Península, cuando se achica el espacio, nos sale un único producto posible, pertinaz como los melones: el españolito. Así nuestros nacionalistas. Hace ya tiempo que vengo diciendo que lo que queda de España es justamente la Cataluña catalanista. Si bajase hoy el socorrido marciano de las argumentaciones –que podría ser el Gurb de Eduardo Mendoza, otro catalán ventilado– y quisiese conocer la cerrazón hispánica, se la hubiésemos podido mostrar el sábado en el Nou Camp, durante el concierto por la independencia: “Haga usted abstracción de los colorines de las banderas, señor marciano”, le diríamos, “y era eso, era eso”.

Musicalmente lo era además en un grado regocijante. Uno a estas alturas piensa que debe de haber un topo en el catalanismo. No es posible que, aparte de estreñidos tristones tipo Lluís Llach, en un concierto antiespañol canten Ramoncín, Dyango o Peret. No es posible que una patria (¡que no sea Kentucky!) admita ser patrocinada por el Rey del Pollo Frito. Ni que exhiba como conquista a ese Perales con tortícolis que es Dyango, que hasta parece de Cuenca. El de Peret es un caso aparte, más digno: un verdadero artista y un cachondo en el buen sentido de la palabra. Yo me imagino que, en su caso, se ha tratado solo de que su gen gitano –ancestralmente apaleado– ha detectado quién manda ahora y allí ha ido (como iba a las películas y eurovisiones del franquismo), no vaya a ser. Pero muy desesperado debe de estar el catalanismo para invitar a alguien que, como dijo el amigo Goslum, podía cantarle al estadio: “Borriquito como tú, y tú, y tú...”. Una vez más, acertando. Como cuando se lo cantaba a la España cañí.

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