31.5.16

El arte de pontificar

He respondido el cuestionario que el jefe de opinión de The Objective, Ignacio Peyró, nos ha pasado a los colaboradores.

Defínase políticamente. Ya, ya sabemos que es difícil.
Políticamente aspiro a ser un ilustrado, es decir, alguien que considera que para los asuntos públicos no pueden descuidarse ni la razón (con su universalismo) ni el principio de realidad. Por un tiempo me autodefiní, con un tremendismo un poco juguetón, como “socialdemócrata trágico o agónico”; con esos adjetivos pretendía diferenciarme de nuestros autocomplacientes (y para mí extraviados) socialdemócratas oficiales (causantes también de mis agonías). Hace unos meses encontré una fórmula con la que me veo mejor, aunque no sé en qué medida se ajusta: diría que soy un liberal que considera que al sujeto liberal no lo construye el mercado, sino el estado. Sería, pues, una especie de socialdemócrata formal: partidario del estado del bienestar (sanidad pública, educación pública, políticas redistributivas), pero contrario a que el estado se inmiscuya en “contenidos” ideológicos que vayan más allá de la estricta defensa del Estado de derecho. La conclusión sería que no veo nada más progresista que un Estado de derecho que funcione, ni nada más reaccionario que aquello que lo socava.

¿Qué le falta –y qué le sobra- al periodismo español de hoy?
Le faltan lectores; o sea, al periodismo español le falta lo mismo que a España (y esos lectores faltan, ay, incluso dentro de la profesión periodística). Otra cosa que falta, relacionada con la anterior, es dinero; sobre todo dinero para los periodistas. Y lo que le sobra está claro: sectarismo, partidismo; propensión al tic y la esclerosis.

Un maestro periodístico. O, ya puestos, columnístico. De aquí o de fuera de aquí.
Mi articulista favorito ha sido siempre Fernando Savater. Otros nombres: el inevitable Francisco Umbral, Félix de Azúa, Arcadi Espada… De ahora me gustan Rosa Belmonte y Emilia Landaluce. De fuera, y de antes, el brasileño Nelson Rodrigues.

Las columnas: ¿con “yo”o sin “yo”?
Las mías suelen ser con “yo”: mi perspectiva es montaigneana (¡más que montaniana!); o sea, perspectivista. Las de los otros, pueden ser con o sin “yo”: mi “yo” lector tiene un gusto variado. Por lo demás, el “yo” siempre es conjetural, inestable, más o menos nebuloso; cuando pontifica con aparente firmeza, más que pontificando lo que está es ejercitándose en el arte de pontificar.

Las redes: ¿gran tertulia o servidumbre contemporánea?
Las dos cosas al mismo tiempo: hasta la saciedad, hasta las heces.

¿Qué temas echa en falta en nuestra conversación pública, y cuáles tienen un exceso de presencia?

Yo no puedo con tanto fútbol ni con tanta tele ni con tanto corazón. Ni puedo con tanta política sentimental. Por otra parte, no sé si en vez de eso preferiría que estuviera todo el mundo hablando de Thomas Bernhard. Prefiero, en realidad, que todo el mundo esté hablando de eso mientras yo estoy en la cama leyendo a Thomas Bernhard. Frivolidades aparte: sobra ideología y faltan ideas.

¿Seguir el propio interés o inspiración, o escribir pensando en los lectores?
Intento que sea una conjunción de ambas cosas. Sigo mi propio interés o inspiración, pero procurando que no me concierna solo a mí, que no sea solipsista: que les interese también a los lectores. Pienso en ellos además en la medida en que procuro ofrecerles un buen texto, que tenga algo de vida, una vibración; que invite a pensar, a mirar, quizá a divertir o entretener; que acompañe.

¿Sobre qué temas le suele interesar más escribir?
Me gusta escribir sobre temas culturales, vitales, de actualidad: de cómo se manifiesta el mundo en un determinado momento, con sus múltiples alusiones. Lo más seductor de The Objective/El Subjetivo es que la actualidad se muestra en una fotografía, a partir de la cual se puede escribir sobre ella pero con una mirada más libre, más amplia: con la posibilidad de remitirla también a otras cosas, tanto temática como temporalmente.

Leer: ¿actividad cada vez más elitista?
Nunca me lo había formulado así, pero no está mal visto: leer parece que va convirtiéndose en una actividad aristocrática; aunque una aristocracia que deja en cada cual la posibilidad de integrarse en ella. Pero buenos lectores habrá siempre. La desgracia es que el nivel medio sea tan bajo.

¿Qué le gustaría aportar a los lectores de este medio?
Buena escritura, cierto gusto, cierta gracia y un poco de sensatez (aunque esto último siempre depende de la locura particular de cada uno). Lo consiga o no, parece claro que los tiempos exigen hoy, ante todo, una cosa: no embrutecerse.

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En The Objective.

30.5.16

Champions de calle

Conté que durante la final me había quedado leyendo las Conversaciones con Goethe de Eckermann, por cultivar mi imagen de único intelectual español al que no le gusta el fútbol (tómese lo de intelectual con la inevitable ironía). Pero en realidad había salido con un amigo para cenar y tomar una copa. Sin ver el partido, eso sí. Lo de que no me gusta el fútbol no es pose.

La final de la Champions empezó cuando íbamos por la calle camino del restaurante. Nos preguntamos si seríamos capaces de distinguir qué equipo habría marcado según los gritos de gol. Si es un grito arrollador, aplastante, invasivo, concluimos, sería sin duda del Real Madrid. Si junto con la alegría se colaba rabia, resentimiento, un énfasis de venganza, de incredulidad, de pobre al que le toca la lotería, sería del Atlético. Justo cuando íbamos a entrar, se oyó un bramido colectivo que se ajustaba a la primera descripción.

El restaurante estaba vacío, aunque había una tele con la final sin apenas volumen. Es un sitio de barrio donde sirven alitas de pollo con picante: nuestro alejamiento de Vázquez Montalbán no se da solo por el fútbol, sino también por la gastronomía (y por la copla y por el comunismo, incluso en su variante lacandona; por cierto, que el Subcomandante Marcos fue el primer Pablo Iglesias). La camarera fue la única que se refirió al partido, cuando Griezmann falló el penalti: “Lo que me voy a reír con mis amigos del Barça”.

Camino del centro escuchamos el otro bramido: el de “los de abajo” subiendo, la euforia de los que por fin ven llegar su momento histórico, quizá precipitándose. Gol del Atleti. Sucedieron amagos a los que no supimos encontrarles atribución. Algún gol raro, que por su rareza atribuimos al Atleti, pero que resultó no serlo. En un televisor de bar vimos que seguía el empate.

Callejeando ya por la zona de terrazas, mi amigo me hizo notar que en los tramos de mesas sin tele a la vista, había solo mujeres. Únicamente en los puntos con pantalla surgían brotes masculinos, entreverados con sus (¿resignadas, pues?) parejas. Me resultó llamativo, porque yo tengo ya muchas amigas aficionadas y pensaba que la cosa se había igualado ahí también. Pero la microsociología callejera lo desmentía (todo lo que una microsociología callejera pueda desmentir: en la gran avenida de Twitter no se aprecia tanto).

Nos sentamos a tomar nuestra copa y ahí nos fue llegando el eco de lo demás: la prórroga, los penaltis. Con estos se igualaron las reacciones fónicas. Como si la ruleta rusa hubiese rebajado a los madridistas a un punto de histeria que los equiparaba a los otros. Pero al término hubo una gran explosión celebratoria, y después una calma. Había vuelto a imponerse la normalidad.

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En El Español.

29.5.16

Colau antidisturbios


Ilustración: Tomás Serrano

No es cierto que los altercados en el barrio de Gràcia hayan enturbiado el primer aniversario del triunfo electoral de Ada Colau en Barcelona. Eso son insidias. Por el contrario, están suponiendo la mejor celebración posible: un espectáculo con los fuegos artificiales de las contradicciones del sistema, que ha entrado en alegre fase de chisporroteo. La coreografía con destrozos y heridos de los okupas y los mossos puede interpretarse como una tomatina revolucionata; alineada además con el deseo que ha manifestado en varias ocasiones la alcaldesa: espantar a los turistas. Los okupas se han comportado como unos buenos chicos: ejemplares en lo suyo.

Algo sí ha ensombrecido un poco el resplandor de la fiesta, sin embargo: la noticia de que con el anterior alcalde se alcanzó un límite irrebasable en ese terreno de las contradicciones. El sistema pagándoles el alquiler a los antisistema, para que jugaran a okupas mientras eran ya inquilinos, es una de esas cosas de la realidad catalana (o catalanista) que ni siquiera se le habían ocurrido al malvado Boadella. Vázquez Montalbán habría llorado de emoción con este programa de revoluciones pagadas por el Ayuntamiento. Con todo, hay un dato que hace renacer a estas alturas la admiración por el instinto de la vieja burguesía catalana. El alcalde Trias se gastó 65.500 euros en los okupas. En el momento en que escribo este folio, los daños causados se tasan en 67.500. Casi lo cuadra. Para ser precisos: le salió barato.

Pero aunque Colau no alcance el extremo de Trias en cuanto a contradicciones, es ella la que las está viviendo más, con el “corazón partío”, porque lo suyo es el sentir. En la llamada nueva política es decisivo lo sentimental, lo vivencial, y el carrusel en que anda Colau en sus festejos debe de ser de lo más emocionante. Cuando el día a día erosiona la fe en la revolución, y el trato cotidiano con el sistema capitalista hace ver que quizá era más duro de pelar de lo que se pensaba, ¿no es motivo de alborozo sentir sus contradicciones en las propias carnes? De eso no puede dudar: “siento las contradicciones del sistema, luego tales contradicciones existen”.

La situación de Colau es parecida a la de aquel personaje de El hombre que fue Jueves de Chesterton que (¡y este spoiler se lo merece quienes aún no la hayan leído!) era a la vez jefe de los anarquistas y jefe de la policía. Apuesto a que Colau ahora debe de arrepentirse de haber disuelto los antidisturbios de su Guardia Urbana, porque es menos intenso jugar a complacer tanto a sus amigos okupas como a los mossos, en los que no manda, que haberlo hecho con los guardias que dependen de ella. Así habría quedado ya perfecto el gran guiñol de la activista antidisturbios.

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En El Español.

23.5.16

Centro centrifugador

Si mi circunscripción fuera Madrid votaría el 26 de junio a UPyD, por Savater: el voto más inútil y más bello. Como no lo es, volveré a votar a Ciudadanos. Aunque cada vez me resulta más cargante el tono almibarado de Rivera y los suyos. Pareciera que el centro es estar siempre en paz con uno mismo, sonriendo como un buda, con una paciencia infinita. Casi se agradece que algunos salgan malotes, como ese al que han pillado conduciendo borracho o la que montó una bronca en un restaurante (¡por vino!). Mejor que en vez de horchata tengan sangre en las venas, aunque vaya cargadita de alcohol. Beber, al fin y al cabo, puede ser síntoma de un malestar.

Y por eso, por un malestar, hemos desembocado algunos en el centro. No por sosiego, sino por enfado. Por una desilusión implacable, irredimible. Por una desesperanza absoluta. Cuando hace cinco años estaban tan campantes nuestros indignados, yo los veía y subía la apuesta: mi indignación era tal que los incluía. Y claro que los representaban nuestros políticos: eran facilones, perezosos, aprovechados, cortoplacistas, mermeladescos y fatuos como ellos. Y con los gañanes del ladrillo tenían en común el afán de pelotazo, solo que en su caso no de dinero, sino ideológico. La misma mentalidad, básicamente.

Dos años antes del 15-M escribí esto en un foro (¡campanudísimo!): “Eso es lo que yo propugno: un centro centrifugador. Un PCC: Partido de Centro Centrifugador. Un partido que propugnase un radicalismo de extremo centro. Nada de equidistancia. No sería un partido que estuviera igual de cerca de todos los demás, sino igual de lejos. Un partido en fuga. Un partido con el escape puesto para salir cagando leches, y sin mirar atrás, de esta puta mierda”. La expresión la utilicé también en EL ESPAÑOL, con un matiz más disconforme, cuando hablé de la “centralidad” que ocupó el PSOE tras las elecciones de diciembre: “Pero es una centralidad desquiciada: sin las virtudes de calma y comprensión y diálogo con sus vecinos de que se beneficia el centro. Se trata esta vez de un centro crispado, que no es un núcleo de serenidad que invita a quedarse y atraer, sino de tensiones que empujan a salir: un centro centrifugador”.

Si voy a votar a Ciudadanos es porque no hay otra cosa (¡tantos años estuve sin que hubiera otra cosa!), y es hoy el único partido que podría mejorar al PSOE y al PP. Unidos Podemos, en cambio, solo puede empeorar al PSOE, mientras que el PP ya se empeora él solito (como lo venía haciendo el PSOE, en su deriva). Pero el mío no sería un centro ufano, sino apesadumbrado. Consciente de los límites de la política y de la miserabilidad esencial de sus actores. Consciente también, y por eso es centro, de no hay salida más allá de la política para los asuntos de los que debe ocuparse la política.

La centrifugación es, después de todo, más del ánimo y los impulsos que de la realización, puesto que la fuga no se termina de producir: es un centro que sigue siendo centro. No autosatisfecho, sino desestabilizado permanentemente por la complejidad del mundo, por la conciencia de lo trabajosas que son las cosas, por el conocimiento de que toda situación civilizatoria es frágil y hay que apuntalarla sin descanso.

Ciudadanos, sobra decirlo, no es este centro ni lo podría ser: resultaría ruinoso electoralmente. Pero de nuestros partidos es el que más se aproxima, o el que menos se aleja.

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En El Español.

22.5.16

Otegi escama


Ilustración: Tomás Serrano

Cuando Arnaldo Otegi iba a salir de la cárcel, alguien dijo en Twitter que a lo mejor había escrito un libro como Hitler, pero no titulado Mi lucha, sino Mi brasa. El de Hitler también se podría haber titulado Mi brasa. Con todos estos mentecatos delictivos es igual: su lucha es lo mismo que su brasa. Se autolaminan el cerebro, de manera que quede solo estolidez, y luego con esa simpleza van predicando, sembrando odio, propiciando o excusando el crimen: haciendo peor el mundo, en la medida idéntica en que ellos son de lo peor del mundo. “Mala gente que camina / y va apestando la tierra”, escribió muy bien don Antonio Machado. Y por encima de su mal, la nata de su brasa: el tostonazo de su mensaje, tan bruto como tontorrón.

Es muy significativo cómo han acogido a Otegi nuestros peores, que en España son hoy (¡opino de que!) la extrema izquierda y el nacionalismo (que es la extrema derecha: nuestro lepenismo realmente existente). La operación del nacionalismo catalán en estos últimos tiempos produce perturbación. En su historial tiene sangre, pero poca comparada con la del nacionalismo vasco. Este embadurnarse simbólicamente en la sangre del nacionalismo vasco, refregándose con Otegi, es algo a lo que no doy crédito. El vértigo antropológico es atroz. Definitivamente, el antiespañolismo produce monstruos. Es un juego siniestro, sórdido ya, que se les ha ido de las manos.

La exhibición de Otegi como “hombre de paz” (que equivaldría a exhibir a Kiko Matamoros como “hombre con clase”) contiene una autorrefutación diáfana: si se aplaude que ahora no esté por el crimen, se admite que una vez sí estuvo. Y estuvo, no lo olvidemos, no por crímenes hipotéticos o abstractos, sino por crímenes concretos, que eran contemporáneos a él y que él propiciaba por estar en ETA, o por obedecer a ETA, o por poner sus tropezones discursivos en la gran sopa de sangre de ETA. O sea, Otegi es un individuo que, en el contexto de un país democrático, no veía contradicción entre sus ideas y los crímenes. Y no está del todo claro que ya la vea: su posición actual parece más estratégica que teórica.

A todo el que considera inadmisible que se mate por ideas debería escamarle Otegi. No ya a nivel político, ni intelectual, ni mental: sino a nivel puramente estomacal. O a “nivel piel”, como dicen los pijos. Evidentemente, no todos aquellos a los que no les dé grima Otegi serán partidarios, ni siquiera cómplices, de crímenes pasados o futuros; pero escaman un poquito ellos también en sus frotaciones con la serpiente.

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En El Español.

18.5.16

La edad

Estoy a punto de cumplir cincuenta años y para mí ya todo es fecha. Cincuenta. A esta edad se suicidó Gabriel Ferrater. Lo había prometido: no quería oler a viejo. Metió la cabeza en una bolsa de plástico, como si fuese basura, y se asfixió. En cambio, Ernst Jünger anotó al cumplirlos: “Es la mitad de la vida, si no se la mide con la vara, sino que se la pesa con la balanza”. Al final rozó los ciento tres, por lo que medida con la vara era menos de la mitad.

A los diez años me mudé de barrio y todo empezó de nuevo. Los veinte quise cumplirlos en El Escorial, con ambición, pero era lunes y lo pillé cerrado. En los treinta me encontraba en forma: subía montes en bici como el “ciclista ético” de Duchamp. El día de mis cuarenta me sentí aligerado: de ser un viejo treintañero pasé a ser un joven cuarentón; aquella tarde volví a ver Ordet, que trata del resucitar. Los cincuenta me llegan con una sensación de fracaso en todos los frentes. (Aunque la cosa, por supuesto, no va a quedar así).

Los cincuenta son también una unidad de medida histórica: la mitad de un siglo, por lo que uno mismo puede ponerse como segmento temporal. Esto que tengo ahora en la cabeza y en mi cuerpo, la experiencia, como una escala vivida. Sumándome puedo hacerme cargo de todo.

Y más esa mujer, Emma Morano, la última decimonónica: una secuoya humana. Rubén Darío contaba en sus memorias que en Extremadura se encontró con un anciano que hablaba de un tal “Pepito”. Ese Pepito era Espronceda, muerto en 1842. Pero el tiempo no para y toda sorpresa es transitoria. Darío murió hace cien años, el doble (solo el doble) de mi inminente edad.

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En The Objective.

16.5.16

La pequeñez de los grandes

El drama de la política española es la pequeñez de los dos grandes partidos. Por ser tan pequeños han sido incapaces de formar una gran coalición. Aunque, de haberla formado, quizá esa pequeñez habría impedido que la coalición fuese realmente grande... Durante el zapaterismo me dio por repetir un chiste negro, que valdría también para el rajoyismo; no expresa (¿hace falta decirlo?) un deseo, sino una amargura: entre nosotros es metafísicamente imposible un magnicidio, porque lo máximo que saldría sería un pequeñicidio.

Nos pasa lo que escribió en La emboscadura el gran Jünger (este sí): “Una de las notas características y específicas de nuestro tiempo es que en él van unidas las escenas significativas y los actores insignificantes”. Si esto valía para la Europa y el mundo de mediados del siglo XX, más vale para la España de principios del XXI.

El PP y el PSOE han sido, en último extremo, unos malísimos comerciantes. Tenían el negocio político perfecto: un bipartidismo en el que ellos eran los partidos uno y dos. Si se ha cuarteado ha sido por una estólida mezcla de irresponsabilidad, avaricia, incompetencia y mediocridad. Puede que esta sea la prueba irrefutable: han sido tan pequeños que se han arruinado a ellos mismos. (El PSOE, de momento, todo hay que decirlo, en mayor medida que el PP).

En treinta años han sido incapaces de ponerse de acuerdo en cosas grandes como una buena ley de educación, garantizar la independencia de la justicia o tomar medidas eficaces contra la corrupción. Bien al contrario: han contribuido al desastre de la educación, han utilizado la justicia todo lo que han podido y han hecho de la corrupción su gasolina, hasta que el motor se les ha gripado.

Tras estos patéticos meses de danza inane, Rajoy acude a las nuevas elecciones con el miedo a Iglesias y Garzón como único argumento, y con el aliviadero de los ataques a Rivera, que le conviene como pseudomalo para que le funcionen los malos de verdad. Sánchez, por su parte, está exclusivamente concentrado en ponerse pegatinas que se le despegan. Como tuiteó el amigo Todo: “El PSOE tuvo décadas para forjar una socialdemocracia española; prefirió un antifranquismo lerdo, y ahora va a pagarlo. Vamos a pagarlo”.

Cuando vengan, si vienen, otros peores que el PSOE y el PP, habrá que tener claras dos cosas. Primera: que serán, en efecto, peores que el PSOE y el PP; porque estos, al fin y al cabo, están nominalmente por una democracia que es más grande que ellos. Segunda: que la mayor responsabilidad habrá sido del PSOE y del PP. Por haberlo hecho tan mal. Por ser tan pequeños.

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En El Español.

15.5.16

Alberto Garzón, un curita cañón


Ilustración: Tomás Serrano

Después de fichar al militar, Pablo Iglesias se dio cuenta de que le faltaba un cura para construir su proyecto alternativo de franquismo, que él llama de antifranquismo, y entonces se fijó en el que más daba el perfil: Alberto Garzón. Hasta entonces ambos habían sido los Pimpinela de nuestra política, que se lanzaban unos denuestos tan cargados de reproches que se veía que ahí había temita. A poco que le diesen la vuelta a la tortilla, procederían a enrollarse. Como se ha confirmado. En la foto de los botellines los dos eran Luis Miguel Dominguín diciendo simultáneamente que se han acostado con Ava Gardner. (Algo de lo que también presumía El Fary).

Creo que los grandes beneficiados del pacto son los cantautores, que no tendrán que repartirse los mítines. Y luego ya los votantes que están más a la izquierda del PSOE, incluidos algunos del propio PSOE, que están más a la izquierda de sí mismos y de sus chalets. Aunque el primer beneficiado, en realidad, ha sido mi colega Tomás Serrano, que lleva un tríptico fabuloso de zarpas: la del selfie, la del reparto y la del brindis. Más la caricatura que ilustra el presente artículo. En toda esta obra gráfica se pueden apreciar las virtudes cristianas de Garzón: en concreto, lo de poner su otra mejilla, que es lo que significa poner sus siglas. Serrano ha sabido ver que Iglesias y Garzón componen un dúo cómico, solo que el que recibe las bofetadas aquí es el serio.

En el último barómetro del CIS, Alberto Garzón aparece como el político más valorado por los españoles. Esto habla del resto eclesiástico que a los españoles les queda: Garzón, pese a su encendida ideología, transmite una suerte de honestidad apolítica, o que está por encima de la política; una suerte de ecumenismo, más que de comunismo. Y el que, pese a ser el más valorado, no sea el más votado, habla de lo cachondos que son los españoles.

Volviendo a la fase pimpinelesca de la pareja, la verdad es que si Pablo Iglesias me hubiese dicho lo que le dijo a Garzón (“típico izquierdista tristón, aburrido y amargado”, “pitufo gruñón”, “sigue viviendo en tu pesimismo existencial”, “cuécete en tu salsa de estrellas rojas”), yo también me habría enamorado. Que alguien se caliente tanto con uno resulta halagador. Además, si uno está tan falto de estímulos, ¿cómo no se va a ir con el representante de la izquierda alegre y faldicorta?

Bromas aparte, ambos van a hacer historia en la izquierda de este país: Pablo Iglesias cargándose al PSOE y Alberto Garzón a IU, o sea, al PCE. Eso sí, lo que venga a cambio mejor que nos pille confesados. Aunque sea por el curita Garzón.

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En El Español.

9.5.16

Actores

La pregunta de hasta dónde llegará la serie Cuéntame ya tiene respuesta: llega hasta hoy mismo. Ya ha llegado. Ha saltado de la pantalla del televisor a los periódicos; de los guionistas que trabajaban con el pasado a los periodistas que trabajan con el presente. Para una serie que pretendía reflejar las últimas décadas de la historia de España no podía haber un final más preciso; aunque justo por ello infeliz. La acusaron de edulcorada y ha confluido en la amargura general. Así ha trazado de paso el arco de nuestra percepción.

Yo no era asiduo de Cuéntame, pero la noticia de su renovación año tras año me causaba melancolía. Por un motivo personal. En 2001 formé parte del equipo de guionistas de otra serie que se estaba preparando. Nuestro productor quería como director al de Cuéntame y decía: “Para cuando empecemos a rodar ya estará libre, porque esa serie tiene los días contados”. La nuestra no salió al final, y durante estos quince años Cuéntame me ha recordado el fracaso. (Ha sido a su vez una manera insidiosa de mantenerme en la cabeza aquel 2001, mientras se alejaba).

En otras series que sí se llegaron a rodar tuve ocasión de tratar con los actores. (Uno fue, por cierto, Ángel de Andrés López, que nos dejó tristemente la semana pasada). Siempre me llamó la atención en ellos cómo, conociendo los trucos del ego de primera mano, tenían tan gordo el suyo, que exhibían como si no perteneciera también al ámbito de la interpretación. Sin duda trataban de compensar la incómoda sensación de ser muchos, o de no ser nadie. Pero el resultado daba pena, porque repudiaban la sabiduría que les brindaba su oficio. En vez de ser taoístas, digamos, tendían a ser napoleones.

Ahora veo una actuación fabulosa de Imanol Arias, haciendo no de señor Alcántara sino de Imanol Arias: la del vídeo en que pedía hace dos años que se marcara la casilla solidaria en la declaración de la renta. Está cálido, seductor, convincente. Realmente profesional: deberían darle un Goya honorífico, o un Oscar. ¡Gran actor, cuyo arte hemos podido degustar como nunca!

Y caigo en que, después de todo, nos ha salido el homenaje perfecto a Cervantes. Los españoles le hemos visto en estos años el cartón al juego de las apariencias. Nos hemos adiestrado en desconfiar de lo que se nos presenta, como en el Quijote, porque puede ser una ficción. Pero después de este conocimiento áspero nos tenemos que relajar, taoístamente. Sin renunciar a él. No podemos replegarnos en falsas autenticidades, como las que proclaman esos napoleones de ahora que pretenden colarnos su actuación.

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En El Español.

8.5.16

Trump, un Nerón para el imperio


Ilustración: Tomás Serrano

Lo que nos faltaba era un Nerón en el imperio, y ahí tenemos a puntito a Donald Trump. Parece que Estados Unidos no quería quedarse fuera esta vez del circuito del fantasma que recorre el mundo y ha decidido ofrecerse a lo grande: proporcionando un populista que deja pequeños a los otros. Qué exótico brote valleinclanesco en Nueva York el de esta mezcla de Mussolini, Jean-Marie (¡y Marine!) Le Pen y Ruiz-Mateos, con pelo entre de Anasagasti y Alaska, o quizá incluso de Rosa Villacastín (¡tiene mucho mérito ese pelo: ensaimada frita con brillos de cruasán!).

Los extremos se tocan, y este rebrote abrupto de masculinidad caduca podría desfilar en el Orgullo Gay con notable éxito, entre las drags. Trump tiene pinta, de hecho, de estar formando siempre parte de un desfile estrafalario; aunque, para ser exactos, a él le pegaría más el de gigantes y cabezudos (iría en este segundo sector), con su escayola de colores chillones y su gestualidad rígida. Trump, tan ostentóreo, está al completo, a pequeña escala (es una manera de hablar) en nuestro Gil y Gil, que fue un Trump avant la lettre: ambos se enriquecieron con el negocio inmobiliario, hicieron el macaco en televisión y dijeron burradas que conectaban con el pueblo. Está escrito que, si Trump sale presidente, dejará Estados Unidos como Gil dejó Marbella.

Otros extremos que se tocan: el xenófobo Trump, el despreciador de mexicanos y latinoamericanos en general, es lo más parecido que hay hoy en Estados Unidos a un fantoche de los que de vez en cuando gobiernan (¡triste herencia española!) los países de América Latina. Trump de presidente sería lo más parecido a un Pinochet, a un Trujillo, a un Castro o a un Chávez (¡Maduro tendría al fin a un interlocutor de su nivel!). En el caso de Trump, naturalmente, con el freno de un Estado de derecho; justo el que él trataría de burlar.

Pero todos sus equivalentes quedan eclipsados por Nerón, del que parece un retrato vivísimo. Es como si la palabra “imperio” que desde el siglo pasado se aplica al dominio estadounidense hubiese estado invocando a un personaje así desde el principio. El que apareciera era solo cuestión de tiempo. Por el momento hay que esperar a ver si ha llegado la hora definitiva: la suya y la de todos.

Como Nerón, entre excentricidad y excentricidad, acabaría incendiando Estados Unidos y el mundo; aunque para empezar al que ha dejado chamuscado con su triunfo en las primarias es a su partido. Cuyo símbolo, por cierto, es un elefante como los del antirromano Aníbal. Ya solo Hillary Clinton, esa especie de Cleopatra, puede salvar a Roma.

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En El Español.

4.5.16

Fama

Contaba Sabino Méndez en Corre, rocker que, en los tiempos gloriosos de Loquillo y los Trogloditas, una fan llegó al hall de un hotel donde se encontraban los músicos y dijo: “¿Quién es Sabino Méndez, que me lo voy a tirar?”. Antes de que Sabino Méndez contestara, se levantó otro: “Yo soy Sabino Méndez”. Y subió con la chica a la habitación.

A un amigo mío se le acercó una vez una venezolana en un garito de Fuengirola: “¡No me lo puedo creer! ¿Tulio Zuloaga?”. Mi amigo asintió, pensando que ser Tulio Zuloaga era algo bueno. Más tarde supo que así se llamaba un cantante famoso de Venezuela, y que en efecto se parecían. Pero aquella noche se limitó a montarse en el carrusel, tratando de hablar poco para no delatarse. Y no necesitó hablar mucho, porque todo se lo hacía ella. Incluido un polvo descomunal, según mi amigo, con una entrega absoluta y devota por parte de la chica que, además de placer, le produjo a él una melancolía tremenda. Se pasó meses suspirando: “El mejor polvo de mi vida no lo he echado yo, sino Tulio Zuloaga”.

He visto de cerca el fenómeno de la fama en dos amigos, uno feo y otro guapo. Los dos han follado en abundancia. Más el guapo, pero el otro tampoco se puede quejar. Trabajé como guionista con un actor ni guapo ni feo en una serie que se rodaba en invierno-primavera para que se estrenase en junio. “Ojalá pegue –decía el actor–, porque si tengo familla este verano me hincho”.

Al menos aquella serie en concreto, aquel verano, no pegó.

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En The Objective.

2.5.16

Coser el virgo

Iñaki Gabilondo ha dado la clave en la estupenda entrevista de EL ESPAÑOL: “Podemos todavía no ha elegido entre la virginidad y el matrimonio”. Pero es la clave no solo sobre Podemos, sino sobre todos los partidos. Principalmente sobre el PSOE.

Con Podemos, en efecto, está claro. El partido de los profesores se resiste a salir de la virginidad del aula y casarse con lo que hay fuera. Sus guerras son solo teóricas, por un lado, y por el otro guerras departamentales. Supuestamente tienen opiniones muy radicales sobre la realidad, solo que se trata de una realidad abstracta. O sea, su realidad está aquejada de la simpleza de los manuales. En cuanto salen de esta islita, se acojonan con el oleaje. En los sitios en los que gobiernan –sobre todo la alcaldía de Madrid– el día a día es un chapoteo.

Ciudadanos dio el paso de comprometerse con el PSOE. Pero todo indicaba que no solo pensaba llegar virgen al matrimonio, sino seguir siéndolo en la luna de miel y después. En su pacto de Andalucía, el marido, con esa cara de Joe Rígoli, sigue presumiendo de virginidad; aunque hay sospechas de que por la noche pasan cosas en la cama. A nivel nacional, Rivera no puede disimular el alivio por que no haya habido boda con Sánchez. Ahora tiene un par de meses para seguir siendo virgen él solito, que está tirado. Lo difícil vendrá cuando vuelva a comprometerse después del 26-J, con Rajoy lo más seguro. Para entonces lo máximo que podrá hacer será ponerse un camisón de esos con agujerito.

El PP, por su lado, vive en lo que Luis Cernuda llamaba “el aguachirle conyugal”. Lo suyo es el matrimonio, pero con poca movida. Como el paso de la virginidad al matrimonio se hizo mediante el sacramento, considera que el matrimonio sigue siendo virginal básicamente. Hay una continuidad digamos que santa, por lo que ejerce el poder como un bendito. Y lo hace en aras de una realidad que presenta como incuestionable pero que también está simplificada.

En cuanto al PSOE, aunque hace mucho que se casó –con el poder, con la realidad (si bien respecto a esta a veces se ha echado sus canitas al aire)–, parece que detrás de lo que anda ahora es de coserse el virgo. Podría ejemplificar el matrimonio moderno, pero ha entrado en el bucle melancólico de la añoranza por la perdida pureza. Lo último ha sido lo de Maritxell, que con lo de que “PP y Ciudadanos son partidos de derechas, muy lejanos del PSOE”, se ha comportado (¡disculpen el horripilante juego de palabras!) como una auténtica Maritxellestina.

* * *
En El Español.

1.5.16

¡Hasta Jordi Hurtado!


Ilustración: Tomás Serrano

Entramos en territorio desconocido. Mañana día 2 acaba nuestra legislatura más corta, sin gobierno, y el 3 inicia su baja laboral Jordi Hurtado. Para lo primero nos habíamos venido preparando durante cuatro meses. Lo segundo nos cae de sopetón. Nos sentimos como galos que ven desplomarse el cielo sobre la cabeza. Se nos viene una época de vagar como vaca sin cencerro. Desaparece el único elemento de continuidad que nos quedaba, nuestra última institución. No tenemos ya asideros: somos trapecistas sin red.

Siempre he pensado que los españoles no mienten cuando dicen que ven los documentales de La 2. Lo que pasa es que consideran Saber y ganar un documental de La 2. Jordi Hurtado es el primer animal de la tarde: el pez longevo en su pecera de eternidad. Un pez con algo de osito: la mascota de todas las casas. Una mascota, además, que cuenta con la ventaja de ser inmortal. A diferencia de nuestros perros, gatos y jilgueros, nunca habrá que enterrarlo ni guardarle luto. El televisor en que aparece Jordi Hurtado es una urna antifuneraria.

Conservado en el formol de su buen rollo, Jordi Hurtado es un Ramoncín sin enfados ni juventud de pollo frito. La suya fue, si acaso, de pollo hervido, con su conducta siempre antipunk. Irrumpió en plenos ochenta con Si lo sé no vengo, con un frenesí optimista que no debía de ser bueno para el metabolismo. Aquella aceleración lo habría consumido en escasos años y habría dejado una momia tan joven como el Hurtado actual pero sin dinamismo. Por fortuna, duró poco. Anduvo peregrinando por programas que no cuajaban, hasta que en 1997 cuajó, y de qué manera, Saber y ganar. Miles de emisiones después es un trilobites (con gafitas) en su ámbar electrónico.

Leo que nació un 16 de junio: la fecha en que transcurre el Ulises de Joyce, el famoso Bloomsday, que es lo más parecido que hay en la literatura al Día de la Marmota. Así que desde el comienzo estuvo emparentado con la repetición. Nos habíamos habituado a ese sol de sobremesa con sonrisita, y su ausencia durante las próximas semanas nos causará la misma conmoción que el eclipse a los incas falsos de Tintín. Y algo de Tintín tiene Jordi Hurtado, por cierto: con su poquito de Milú.

Es también un anti Houdini que no quería escapar jamás de la caja, pero que finalmente ha escapado. Y no por su gusto, sino porque lo tienen que operar, como cuando tienen que ir a reparar una estatua del museo de cera. Durante su convalecencia vivirá tardes peladas, sin el alivio que los enfermos de todos estos lustros o milenios han tenido con la compañía infalible de Jordi Hurtado.

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En El Español.